Qué es un revolucionario

         Muchas veces hemos escuchado afirmar a personas de muy distinta formación ideológica –en el caso que la tuviesen- que eran revolucionarios. Se consideraban revolucionarios porque estaban en contra de algo. Creían ser revolucionarios porque aspiraban –y aún luchaban- contra el presidente ladrón, asesino, demagogo… o poco elegante y vulgar. Existen personas que piensan que un gobierno debe ser derrocado porque el presidente no sabe usar bien los cubiertos, o pertenece a un sector, según ellos, inferior. Y también se consideran revolucionarios.

          Es por eso que en un movimiento contra un gobierno, se enrolan individuos de una heterogeneidad asombrosa. Pero el mosaico se quiebra al producirse el triunfo de ese movimiento. Los que tomaron parte en él, únicamente porque estaban en contra de los hombres del mal gobierno, chocan irremisiblemente contra sus compañeros, que consideran la caída de los que ostentaban el poder, sencillamente como un paso imprescindible hacia la revolución.

          El triunfo de la acción antigubernista, provoca, tácticamente, el enfrentamiento entre los golpistas y los revolucionarios verdaderos.

         Muchos de los que conspiraron y lucharon por la caída de las caras feas del régimen, se consideraban defraudados y aún alarmados por la posición de los que no se conforman con eso, de los que no se sienten felices por haber alcanzado el privilegio de calentar con honrada serenidad los sillones de los derrocados, sino que continúan agitando, revolucionando al país, hurgando en busca de todos los males del sistema, para removerlos y exterminarlos.

        Otros, en cambio –reacción pura- enfrentan decididamente a los revolucionarios, con la vieja pero siempre eficaz táctica del copamiento de los puestos de significación, operación que les facilita el desinterés de sus adversarios, provocando desde allí conflictos artificiales que retarden y entorpezcan la acción revolucionaria.

        Los indiferentes y los reaccionarios, siempre pretenden quedarse en el golpe de Estado y “normalizar” el país lo antes posible.

        En cambio el revolucionario, siempre se siente obligado a luchar, a seguir adelante.
 
        Nada ni nadie logra detener ni conformar al revolucionario, porque esa es su vocación y su destino. Si no tiene armas, muerde. Si le arrancan los dientes, patea. Y si lo matan, escupe sangre.
 
        Pero si se da el insólito caso que logra vencer, entonces lucha aún más. Porque ya no se enfrentará con el enemigo declarado que lo ataca con las armas en la mano sino que tiene que soportar en su propia mochila, el peso de la insidia solapada, la adulonería, la calumnia y las presiones internas y externas. Pelea aún más porque sabe que desde el gobierno no logrará la satisfacción del triunfo después de cada batalla. Y que luego de cada combate no habrá tregua reparadora.
 
        Martí, cuyas sentencias no sólo convulsionan el espíritu, sino que sacuden hasta los huesos, afirmó que “patria es ara, no pedestal”. Y los revolucionarios verdaderos son aquellos que saben que en esa ara ofrendarán su vida, sus ambiciones y lo que le es aún más doloroso, hasta su orgullo. Porque ya no serán “ellos”, sino simples instrumentos del pueblo por el que luchan y se angustian. Porque su debatir será permanente, como permanente tendrá que ser la revolución.
 
        Revolucionario es aquél al que la rebeldía jamás abandona. Aquel que aún siendo miembro del ejército o la policía, aunque deba llevar el control de instituciones cuya existencia es un mal necesario por el mal mismo, los odia, porque los considera amenazas latentes contra las libertades populares. El revolucionario se estremece al escuchar las sirenas de la policía, aunque sea el mismo jefe de ella. Sólo concibe las armas en manos del pueblo y los uniformes en las camisas sudadas de los que trabajan.
 
        El revolucionario, que tiene un principio, -el momento en que siente con su espíritu y con su carne que es parte de su pueblo- no tiene fin.
 
        Ningún revolucionario termina, sin prolongarse en su lucha y en su ejemplo. Su grito jamás se apaga, sin que encuentre el eco de mil gargantas jóvenes que lo renueven. Su sangre jamás se coagula, sin que la asimile la tierra por la cual la derramó.
 
        Esa es su única, íntima y reconfortante recompensa.